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"Cuando no escribo soy un sujeto completamente sin importancia"

El novelista Miguel Gutiérrez, entrevistado en buensalvaje Nº7 por Jaime Cabrera Junco.

Publicado: 2014-11-10
La violencia del invierno. Es una tarde fría y húmeda en el Centro de Lima. Miguel Gutiérrez (Piura, 1940) nos cita a las cuatro en el café Dominó, en la plaza San Martín. Llegó mucho antes y nos espera sentado junto a una taza humeante de café. Lleva puesto un abrigo negro y una bufanda guinda con cuadritos azules. Si repasamos su biografía y su obra hay una línea que une a ambas: la violencia. Sostiene que la discriminación racial en el barrio modesto de Piura, donde vivió hasta los 10 años, lo marcó. En su casa, recuerda, conoció otra forma de violencia: la autoridad de su abuelo paterno, que inspiró al viejo Villar de su novela La violencia del tiempo. «Allí tuve un conocimiento precoz de la violencia, de la violencia familiar», dice. Una de las primeras lecturas que lo marcó de niño, cuenta, fue la historia de Caín y Abel. Otra vez la violencia. Sin embargo, afirma Gutiérrez, todo comenzó con Crimen y castigo.

Usted ha dicho siempre que Crimen y castigo le dio sentido a su vida. ¿No exagera cuando señala que al leerla le acosaban «terrores nocturnos martirizados por insomnios tenaces»?
Siempre hay un poco de exageración en los recuerdos. Pero lo cierto es que de niño padecía de insomnio y cuando leí Crimen y castigo, a los 14 años, recuerdo que iba caminando por la avenida Grau de Piura y me desmayé en la calle. Pensé que podía ser un ataque de epilepsia al igual que le ocurre a Raskólnikov, protagonista de la novela.
¿Qué fue lo que le impactó de esa obra?
El hecho del asesinato mismo, pero además los personajes. Recuerdo un pasaje importante: cuando Raskólnikov se arrodilla ante Sonia y le dice: «No me arrodillo ante ti sino ante el dolor humano». Expresar eso sin que suene patético y falso es muy difícil y solo un gran artista lo puede hacer.
Luego usted empezó a leer todo Dostoievski y comenzó a escribir artículos en una revista del colegio. Detengámonos aquí: ¿cómo se despierta su interés por escribir?
Yo creo que he sido un fabulador nato, seguramente por esa carencia de amigos en mi infancia, pero cuando descubrí la novela me di cuenta de que esta existía como género. A los 15 ó 16 años comencé a escribir cuentos tipo parábolas, muy influido por Kafka, aunque nunca los publiqué. Y ya en Lima, cuando estuve en San Marcos, me acerqué a José María Arguedas, a Washington Delgado, porque quería saber si tenía o no capacidad para escribir.
¿Y qué le decía Arguedas?
Era difícil hablar de literatura con él, pues, ya sabes, un escritor joven quiere escuchar consejos de sus mayores, pero José María rehuía y cambiaba de tema y hablaba del folklore, de los Andes, etc.
Otro personaje inabordable literariamente hablando era Martín Adán, con quien una vez se la pasó bebiendo 18 horas seguidas…
Eso ocurrió en el bar Palermo. Él era muy accesible, pero era difícil mantener una conversación porque era terriblemente irónico, burlón. Era, además, muy lisuriento, y decía que Eguren era un «tremendo cojudo», aunque yo sabía que lo decía solo porque estaba ebrio, pues en realidad lo quería y admiraba.
¿Y en tantas horas no hablaron nada de literatura?
En un momento me armé de valor y le dije que como lector me gustaría leer una novela escrita por Martín Adán. Recuerdo que, quizá en broma, me confió que estaba escribiendo una novela que se iba a llamar La buena agonía. Ese título me quedó dando vueltas y ahora pienso escribir una novela que se llamará igual sobre un hombre que está a punto de morir y recuerda sus aventuras sexuales.
Hablemos de política. Le han enrostrado que su marxismo le ha hecho daño a su obra…
Creo que buena parte de mis libros han sido leídos con prejuicios. Incluso han dicho que La violencia del tiempo es una obra sociológica.
¿Pero su ideología no ha influido en su obra?
Pertenezco a una generación marcada por la revolución cubana. Para nosotros fueron importantes los aspectos ideológicos, eran parte de nuestras vidas, cosa que ya no sucede con la juventud de ahora, que piensa de otra manera. Yo no estaba de acuerdo con el realismo socialista, con adecuar mi pensamiento político con mi pensamiento literario.
Sin embargo en su ensayo La generación del 50: un mundo dividido sí realiza una interpretación marxista de la literatura.
Claro, es que hay una diferencia entre la novela y el ensayo… Cuando escribo un ensayo, el peso de la razón es mucho mayor que cuando escribo una novela.
Este ensayo es una carga pesada y siempre le reprochan, por ejemplo, el haber sido excesivamente crítico con Julio Ramón Ribeyro.
Cuidado, lee con detenimiento y verás que hay dos partes.
Hay dos partes, la literaria y la política.
Si hay una cosa que me duele es la mención a Ribeyro porque lo admiro mucho. Pero hice una separación. Si lees la primera parte, allí elogio su obra cuentística. Luego hablo de su conducta, en ese momento había ocurrido la matanza de El Frontón, que a mí me tocaba directamente*. Entonces Julio Ramón aceptó la Orden del Sol de Alan García, me pareció incoherente con su escepticismo acerca de las cosas, pero eso en ningún momento degrada su obra literaria.
¿Fue un error aludir en ese mismo ensayo la «inteligencia, voluntad y coherencia» de Abimael Guzmán?
A Guzmán lo escuché mucho en Ayacucho, no era un orador de plazuela, era más bien un expositor y tenía la capacidad de analizar un problema, de desmenuzarlo. Otra cosa que me enrostran siempre es decir que Guzmán era un intelectual: «¿Cómo va a ser intelectual ese terrorista?». Pero es un intelectual, un intelectual de partido. Ahora, que sea bueno, malo o mediocre es otra cosa, pero es un intelectual.
¿Por qué no quitó esa parte del ensayo en la que hablaba sobre el cabecilla de Sendero Luminoso (SL)?
Porque mi obra sigue un proceso y porque no tengo nada de qué arrepentirme. Lo cual no quiere decir que no adopte posiciones críticas, eso es parte de mi vida.
Cuando usted dice «Hay coherencias básicas que los escritores debemos tener para vivir con cierto honor», ¿a qué coherencias se refiere?
Por ejemplo, han ocurrido cosas en el mundo para todos los que creíamos en la revolución. Todo ese mundo desapareció, pero eso no es razón para no seguir luchando por la dignidad humana, porque antes del marxismo y después de este, está la causa popular. Haya ocurrido lo que haya ocurrido en el mundo, no quiere decir que yo deje de estar al lado de esa gente que aprendí a amar desde que era niño.
¿Y fue una incoherencia que usted haya aceptado publicar en una editorial trasnacional a la que en un momento llamó «enemiga de clase»?
Seguramente, pero hay contradicciones y contradicciones. ¿Qué define mi situación ante los demás? Ese episodio no. Si lo hice fue para llegar a un público mayor. ¿Ha cambiado eso mi manera de escribir? No. ¿Ha cambiado mi posición frente al poder? No. Hay muchos escritores en el mundo que han sido comunistas, como Saramago, y que han publicado en las trasnacionales.
Usted actualmente se ha moderado, no es tan crítico como antes. ¿Tiene que ver en esto la muerte de su ex esposa Vilma y su hijastro Carlos Eduardo, quienes militaron en SL?
No… no voy a hablar de eso (hace con la mano una señal de alto). Espero hablarlo en mis libros. (Hay una pausa y el rostro de Gutiérrez dibuja un rictus de incomodidad).
En 1991, cuando publicó su monumental novela La violencia del tiempo, se dijo que era una velada apología a SL. Allí tenemos nuevamente la palabra «violencia»…
Pero si la historia está llena de violencia, es casi una dimensión del ser humano y de la historia. La cuestión es que lean la novela misma… a ver, díganme si le hubiera gustado a (Abimael) Guzmán el personaje de Primorosa Villar, la visión del padre Azcárate, el retrato de los personajes campesinos, quienes eran políticamente incorrectos, etcétera. Allí hay que ver, no simplemente la violencia, que, además, es un concepto tan grande.
¿Una novela puede cambiar la conciencia de las personas?
No lo creo y nunca lo creí, ni siquiera en los años en los que se hacía mucha propaganda a eso. Pero sí puede ir cambiando la vida, el pensamiento de sus lectores paulatinamente.
¿Acaso entonces la novela tiene un fin meramente estético?
No, una novela lograda tiene importancia, validez social, histórica, psicológica, moral, humana y política también. En las novelas de Proust está toda la sociedad francesa de finales del siglo XIX e inicios del siglo XX.
Apelando a su faceta de crítico literario, ¿cómo ve a nuestra narrativa de hoy?
Sigo con mucho interés la narrativa peruana y, últimamente, por diferentes circunstancias, tuve que escribir un ensayo de la narrativa actual y me centré en escritores nacidos entre 1968 y comienzos del 80. Y fue un viaje interesantísimo porque me di cuenta hasta qué punto el mundo ha cambiado, hasta qué punto soy ajeno a las preocupaciones de los jóvenes actuales. Todo lo que para nosotros era valioso, ya no lo es. Nuestros paradigmas, nuestros escritores importantes, ya no les dicen nada a estos jóvenes.
¿Qué aspiraciones tienen estos escritores jóvenes?
Pienso que hay posturas individuales que he notado en la mayoría, una aspiración a lo universal. Cuestionan sentimientos como el de patria y nación, que ya no tienen o, en todo caso, son un lastre, ya que aspiran a una narrativa sin fronteras. El gran peligro es que se dejen ganar por las apetencias editoriales y que escriban mucho pensando en el éxito.
Hay una fijación particular en muchos narradores contemporáneos en los años de la violencia interna. ¿Cómo ve esto?
Abril rojo (Santiago Roncagliolo), La hora azul (Alonso Cueto), La cacería (Gabriel Ruiz Ortega) y Bioy (Diego Trelles), por mencionar algunos libros, tienen como tema la violencia, pero su enfoque difiere al de los años setenta u ochenta. El problema que veo en esto es la banalización de la historia y esa es la objeción que le hago a Abril rojo. Roncagliolo es un chico con mucho talento, un buen narrador, pero esa novela es sumamente artificiosa e, incluso, dentro de los cánones de la llamada novela negra, deficiente.
¿Se reafirma cuando dice que la novela está compitiendo con la industria del entretenimiento?
Claro, eso está pasando porque se pide que la novela nos entretenga, cuando si queremos entretenimiento la televisión nos lo brinda más que una novela. Yo sostengo que la novela tiene sus propios territorios y hacia allí debe marchar. Como prueba de ello tenemos el monólogo interior, algo difícil de traducir en imágenes.
¿Sigue creyendo que existen argollas en la literatura peruana?
Sí existen, pero pienso que Internet les está quitando poder. Lo que me cuentan es que a través de los blogs, los muchachos tienen la posibilidad de expresar sus pensamientos directamente, sin intermediarios, pueden hacer sus propios libros, y eso va eliminando el poder de esas argollas.
Prácticamente no hay secciones culturales en la prensa ni los escritores con los que usted tenía discrepancias están allí.
Ya no hay secciones culturales, es verdad. Y ellos han ido perdiendo espacios y se van a convertir en dinosaurios.
A la distancia ¿cómo ve la polémica de 2005 entre los narradores «andinos» y «costeños»?
No es verdad que se presentara una polémica entre andinos y costeños. Eso fue lo que dijo la prensa. Si lees los tres artículos que escribí, en ningún momento estoy a favor de la literatura andina como la verdadera o esencial. El origen de todo fue una crónica en El Comercio en la que parecía que al Congreso de Literatura Peruana en Madrid solo hubieran asistido un número determinado de escritores… y el resto, omisión total. Ese fue el origen. A (José Miguel) Oviedo le dediqué media línea y se sintió ofendidísimo. Ellos están acostumbrados a agredir pero no les gusta que los toquen.
Bueno, en el mundillo literario peruano hay una constante lucha de egos…
El ego no creo que sea una cosa mala, el problema es si el ego no está respaldado por una obra importante. Por ejemplo, Balzac era un ególatra extraordinario, pero da gusto, pues era un tipo maravilloso que escribió noventa y tantas obras.
¿Qué vacíos hay en la novela peruana? ¿Qué falta explorar?
En el Perú no hay una buena novela tipo Los Buddenbrook, de Thomas Mann o En busca del tiempo perdido, de Proust, que cuente la historia de las grandes familias, aquellas que tienen mucho poder y que han influido en la política e historia del país. Una novela que, por ejemplo, tenga como tema a los Miró Quesada sería formidable. La señora (Martha) Meier como personaje esperpéntico sería interesantísimo, pero nadie se atreve.
Usted tiene 73 años, ¿siente la «violencia» del paso del tiempo?
Sí… creo que he tenido una nueva oportunidad, así que estoy tratando de escribir hasta donde sea posible. Después de Kymper, sin salida, título provisional de mi próxima novela, tengo tres historias empezadas.
¿Por qué sigue escribiendo? ¿Por qué no se retira, como Philip Roth?

(Ríe unos segundos) Para mí, el mejor descanso es escribir. Cuando no escribo soy un sujeto completamente sin importancia, pero cuando escribo soy un poquito mejor.


*Carlos Eduardo Ayala, hijastro de Miguel Gutiérrez, murió en la matanza de El Frontón, en 1986. Su ex esposa, Vilma, moriría en una circunstancia similar en 1992, en el penal Castro Castro. Ambos militaron en SL.

Jaime Cabrera Junco (Lima, 1979). Periodista cultural y director de la bitácora literaria «Lee por gusto»


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