Sobre pocos escritores latinoamericanos se escribe tanto, se estudia tanto, se hacen tantas tesis. Es evidente que la obra de Mario Bellatin es una de las más seductoras, y a la vez insulares, y por ambas razones influyentes de las artes en nuestro idioma. Y digo las artes porque Bellatin hace rato que excedió los formatos regulares de la literatura, si es que alguna vez se acomodó en uno. Bellatin escribe novelas que parecen cuentos que parecen ensayos que parecen álbumes que parecen testimonios, documentos, crónicas, experimentos o solo ficciones que no se parecen a nada, en realidad, salvo a lo que escribe Mario Bellatin. Es un creador y un performer: así como con sus novelas o sus videos o sus poemas, Bellatin es, él mismo, un personaje. Como salido de una de las novelas de Bellatin. Él lo sabe. Tiene que saberlo. Todos lo saben, y ya.
El Mario Bellatin de la vida real nació en México en 1960. Hijo de padres peruanos, se mudó a Lima a los cuatro años, y aquí «se formó», es decir, fue a la escuela, leyó, escribió y estudió (dos años de Teología en el seminario de Santo Toribio, y Comunicaciones en la de Lima). En 1986 publicó Mujeres de sal. Luego se fue a Cuba a estudiar Guión en la escuela de San Antonio de los Baños. Regresó al Perú. Muy prolífico, acaso con mucho que decir y definiendo su voz y su estilo, mostrando ya sus fijaciones, siguió publicando: Efecto invernadero (1992), Canon perpetuo (1993), Salón de belleza (1994), Damas chinas (1995). Ese mismo año abandonó Lima (él dice que espera que para siempre, aunque sigue viniendo de vez en cuando) y partió a México. Y lo que tenía que pasar, pasó: comenzó a publicar en distintas editoriales de todo el mundo, grandes o independientes, y llegaron las traducciones, los ensayos, incluso los documentales, y con todo eso a crecer el culto a su obra, que se vio nutrida con una veintena más de libros como El jardín de la señora Murakami (2000), Shiki Nagaoka: Una nariz de ficción (2001), Jacobo, el mutante (2002), Perros héroes (2003), El gran vidrio (2007), Biografía ilustrada de Mishima (2009) o Disecado (2011), partes de una obra abierta, un continuum. Cualquiera que haya abordado este extraño tren en algunos de sus vagones, aunque sea unos pocos (suelen ser breves), llega a captar sus obsesiones, su estilo seco y potente, su manera de articular la literatura con otros géneros. Incluso llega a creer que «conoce» a Bellatin. Cualquiera que no, se está perdiendo una experiencia única.
El libro uruguayo de los muertos, su último artefacto impreso conocido, es una especie de larga carta-novela-etc. donde la realidad es un espejo de un espejo y que, como en la mayoría de los casos, incluye situaciones y personajes que se llaman y son iguales a personas de la realidad real (el escritor Sergio Pitol, el mismo Bellatin).
Habla quien afirma que «lo raro es ser un escritor raro»:
- Alguna vez has sentido el peso de ser una especie de dinamo del arte? ¿De ser Mario Bellatin, el escritor, del que se espera lo inesperado? ¿Es verdad que preferirías ser un personaje de ficción?
- No, por favor, qué horrible término, dinamo del arte. Yo, creo, soy un señor mexicano que escribe. De eso es de lo único que puedo dar fe. Todo lo demás son interpretaciones. No sé por qué se podría aguardar lo inesperado de mi trabajo. En todo caso, eso me parece que es lo que debería esperarse de cualquier obra a la que uno se enfrentara. Por otro lado, a lo único que le podría tener rechazo es a la repetición de fórmulas. A formas trilladas de expresar las cosas. La escritura posiblemente sea una instancia en constante movimiento. Hacia adelante, hacia atrás, nunca una categoría estática, como muchos de los supuestos guardianes de la literatura creen. No sé qué es un personaje de ficción. No sé ni siquiera lo que es un personaje. La escritura se me presenta como un todo donde no caben las distinciones absurdas –personajes, trama , contexto, etc.– que cierta academia ha tratado durante años de establecer, quizá porque etiquetando las cosas les sea más fácil entenderlas –tarea imposible incluso para el propio autor–, para finalmente tratar de destruirlas, que es lo que suele suceder con lo clasificado.
- En muchos de tus libros hay un diálogo evidente con otros medios de expresión. Pienso específicamente en la fotografía ("Shiki Nagaoka: una nariz de ficción", "Jacobo, el mutante") y lo percibo como una necesidad. ¿Qué le falta, según tú, a las palabras –a tus palabras– para poder expresarse de forma literariamente convencional?
- Les falta el silencio. Sobre todo a ese idioma bullanguero que es el castellano. Uno de mis sueños sería escribir en un idioma limitado de palabras, donde se debería hacer un esfuerzo muy grande para expresar con exactitud lo que el propio idioma te impide decir. Y no pienso que haya de-masiada diferencia entre escribir con un lápiz que con una cámara de fotos, por poner un ejemplo. Yo he decidido que lo que hago es escritura, a pesar de que muchas veces no se lleve a cabo de manera tradicional, pues para mí es evidente que las artes son parte de un todo, que son lo mismo –a pesar de la tendencia muy presente, en Latinoamérica en especial, de arrebatarle a la escritura su carácter de arte para clasificarla como una rama, un poco extraña eso sí, de las ciencias sociales–. Por eso cuando hago una película, o una acción como «El congreso de dobles de la escritura mexicana», que realicé en París; o cuando fui curador de Documenta 13, en Kassel, en realidad seguí escribiendo, de la misma forma, además, en que vengo haciéndolo desde que tengo diez años.
- Hace poco dijiste en una entrevista que la realidad «no tiene mucha vida», y que, en cambio, en la ficción «se vive la verdadera realidad» aunque trate de algo terrible. ¿Crees que la literatura fáctica, realmente, «afecta» tu vida y, en general, la vida de las personas?
Lo dije con relación a mi vida. Trato de nunca generalizar mis apreciaciones, de no imponer determinados «deberes ser» con respecto a la acción de escribir. Me parece que ya estamos rodeados de demasiados escritores que muchas veces han descuidado de manera impresionante su propio trabajo de escritura para convertirse en una suerte de opinadores compulsivos, como para que yo esté dispuesto a contribuir con un despropósito semejante. En todo caso, mi vida no la encuentro particularmente interesante, pero tampoco me lo parece lo que ocurre en mis libros. Sin embargo, algunas veces me ha ocurrido –sobre todo cuando se realiza un montaje teatral sobre alguno de mis textos– que noto que lo surgido de la ficción es más atrayente que ir a la ducha después de levantarse cada día. La escritura, desde el hecho que la siento como una carga que soporto desde la infancia, por supuesto que ha afectado mi vida. Durante la mayor parte de años que tengo de existencia, la escritura ha sido la marca definitoria. No creo que sea casual que lo único que he conservado a lo largo de todos estos años sea una máquina de escribir Underwood modelo 1915, de la que me apropié de manera definitiva. ¿Influir en la vida de los demás? Espero que no. Lo único que puedo pretender del otro es que comience y termine un libro escrito por mí. Nada más. Los comentarios sobran. Y eso me interesa porque, de alguna manera, advierto que si logro que alguien lea completo un libro escrito por mí, ese hecho me otorga una suerte de garantía de que dedicarse a la escritura sirve de algo, y esa certeza me da la confianza suficiente como para crear nueva escritura. Escribir para seguir escribiendo podría ser una clave de mi escritura.
- Cambio de tema: ¿influencias del surrealismo, en lo literario, acaso lo performativo? ¿César Moro? ¿Jorge Eduardo Eielson? ¿Quiénes formarían parte de tu genealogía híbrida?
- Ninguno de ellos. El surrealismo me parece nefasto y Eielson un gran poeta así, puro, sin clasificación de ninguna especie. Mi relación con Moro se basa más en un vínculo de orden coyuntural. En una Lima derruida y semianalfabeta, saber que en una casa de la Bajada de los Baños murió por falta de atención médica un artista que estuvo presente en varios de los momentos fundamentales del siglo XX era algo que me colocaba a mí, un joven desorientado y sin ninguna confianza en sí mismo, en relación directa con una serie de verdades grandes, contundentes a nivel mundial, que eran inversamente proporcionales a las miserias cotidianas, de todo tipo, que creo se siguen viviendo en una sociedad como la limeña.
- A cien años de las vanguardias occidentales, en pleno siglo XXI, desbordados de tecnología, ¿tiene sentido seguir experimentando, desafiando? ¿Hay dónde, hay qué?
- Por supuesto que no. Ni ahora ni en el siglo pasado. ¿Desafiar a quién y para qué? Como te dije, mi único interés es no repetir fórmulas, ni ajenas ni propias. Eso es todo.
- En la Escuela Dinámica de Escritores, que fundaste y dirigiste por varios años, la primera regla para los aspirantes era que allí estaba prohibido escribir. ¿Cuál es el balance de esa experiencia? ¿Es cierto que reabrirá?
- No reabrirá porque fue una obra más, diseñada para empezar y terminar en cierto momento. De una forma similar a lo que ocurre cuando publico un libro o entrego alguna serie de fotos a un curador. La prohibición de escribir en el espacio de la Escuela Dinámica de Escritores tuvo que ver con el hecho de no hacer talleres de escritura a la manera tradicional. Además, no reabrirá porque la escuela se trata de un proyecto que involucra a más personas que yo mismo, y cada vez estoy menos dispuesto a soportar al otro. Después de haberme preguntado decenas de veces por qué soy escritor y nunca haber dado con una respuesta que me dejara satisfecho del todo, llegué a la conclusión de que lo único que he conseguido escribiendo durante todos estos años es lograr una situación en la que no tengo que tratar con nadie que no desee. Una autonomía casi total donde permito o le impido el paso a quien yo decida.
- Una curiosidad puntual: ¿qué es el sufismo (para ti)?
- Para todos es el ala mística del Islam. Para mí es una escuela de escritura, sobre todo en el aspecto milenario del uso de un método preciso, casi científico, a partir del cual logra, entre otros asuntos, hacer verosímil lo imposible: dar, por ejemplo, la sensación –con pruebas casi objetivas que lo atestiguan– de que se puede vivir el Paraíso en la Tierra.
- ¿Qué necesitas para escribir, Mario?
Nada. Bueno, sí, aparte de una herramienta de escritura –siempre odié hacerlo a mano–, la certeza de que cuento con un tiempo infinito por delante y el privilegio –lo dije antes– de no tener que soportar a nadie que no tenga ganas de soportar.
- ¿Y realmente piensas que los escritores tienen una deuda pendiente con la sociedad?
- Viendo los casos patéticos de muchos de los grandes poetas del Perú, me parece que es al revés. Es una sociedad que debería estar avergonzada de haber perseguido con una cámara en el manicomio a un semidesnudo Martín Adán mientras el poeta gritaba «¡Por favor, no!», a un Emilio Adolfo Westphalen muriendo en una cama gracias a la caridad –no puedo olvidar las últimas fotos en los diarios tomadas a ese príncipe de la sobriedad y el anonimato que era Westphalen, en pijama y con un rollo de papel higiénico en primer plano–. O la miseria de Juan Gonzalo Rose. Las kermeses profondos organizadas para pagar las quimioterapias de mi querida maestra y primera interlocutora válida, la poeta Carmen Luz Bejarano. No quiero continuar porque la lista es interminable, y un misterio que hasta ahora no termino de entender es la razón por la que en el Perú los artistas aceptan como lo más normal del mundo su condición de parias sin derechos. Y ni siquiera es porque están ensimismados en sus trabajos, ensimismamiento que quizá podría hacer para ellos de los hechos cotidianos sucesos irrelevantes. No, esos mismos artistas sí salen a las calles. Toman las plazas. Participan en marchas, siempre y cuando sean de carácter político. Jamás los he visto luchar mínimamente por sus derechos más elementales, que podría ser, al menos, el de gozar de una muerte digna.
- ¿Estás en pugna con la industria editorial? ¿Qué es «Los cien mil libros»?
Como en todas las instancias existen los buenos y los malos editores. Los mafiosos, rateros, y los honestos dueños de una estupenda visión editorial. Es falso también que las editoriales independientes estén conformadas siempre por personas probas y que los grandes consorcios por desalmados que solo buscan un beneficio inmediato. En todas hay de todo. De los editores que me han tocado –que son muchos– creo que los más ladrones y desalmados han sido dos, que iban –o van, ya no lo sé– con bandera de independientes y de paladines de la justicia y la cultura: uno es Jorge Herralde, el dueño de Anagrama, y Beatriz de Moura, quien lo fuera de Tusquets. Un par de gánsteres que, observando bien las cosas, no tendrían por qué no serlo. Me parece que a este tipo de editor –que cuenta dentro de sus catálogos con autores de calidad–, algunos lectores han tratado poco menos que de santificarlos, cuando en realidad tienen la mentalidad de un, por poner el caso, fabricante de llantas. Siento que, en general, en el mercado editorial hay una serie de vacíos que el mismo sistema no puede llenar. Es por eso que surgen «Los cien mil libros» de Bellatin, que es un proyecto donde pretendo –apelando al principio de que un autor no puede renunciar a sus derechos– recuperar uno a uno mis libros publicados, editarlos de manera artesanal, y llevarlos conmigo para decidir libremente en determinados momentos qué hacer con ellos. Se trata de un proyecto que tiene como cien cláusulas, que están disponibles en la página de la Documenta 13, ya que como se trató de un proyecto que se exhibió en aquel evento se publicó un pequeño libro con las reglas con las que cuenta. Quizá «Los cien mil libros» de Bellatin sea un intento de convivir con mis libros. Llenar las paredes de mi casa con los volúmenes escritos por mí, como una especie de acompañantes de mi muerte. Hacer que muestren, de manera evidente, que la escritura es uno de los tres elementos que me han acompañado a lo largo de mi vida. Los otros dos son las bicicletas y los perros.
Conrado Chang (Lima, 1975) es arqueólogo, antropólogo y autor de los poemarios Sueño serpiente y La soledad de Neil Armstrong. Actualmente trabaja como investigador residente en la Universidad de Basilea.
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